Es
estrecha la línea que separa la victoria del fracaso, al bueno del mejor. Es
estrecha, sí, pero el límite que marca es inmenso. Ayer hubo un hombre que
comprobó lo doloroso que es atravesar esa frontera. No fue ni mucho menos el
día de Ryan Lochte. Es más, si tuviera que borrar algún día de su vida
deportiva, probablemente elegiría el de ayer. Delante suya se esfumaron dos
oportunidades irrepetibles para proclamarse rey de los Juegos. Dos duros golpes
para la carrera de un sensacional nadador que no podrá escribir su nombre en la
historia. Al menos, no como él quisiera.
Salió
al Aquatics Center con el objetivo de dar un puñetazo en la mesa en su prueba
favorita, los 200 metros espalda. Parecía imparable, con la mirada y la mente
fijas en el oro. Sabía de lo trascendental de la prueba: sería el termómetro
que marcaría la noche. Si ganaba, además del oro, lograría una fuerte ventaja
psicológica frente a Phelps en la final de los 200 metros estilos que se
disputaría veinticinco minutos después; si perdía, el golpe moral podía ser
irreparable. Se agarró al bordillo, tomó aire y pegó una fuerte patada a
la pared de la piscina para realizar una salida impresionante. Ahí radicaba su
ventaja. Irie, su máximo rival en la prueba, era más rápido nadando, pero
Lochte era más potente en los virajes. Y esa fue la tónica de la prueba: Lochte
lograba medio cuerpo de ventaja en los volteos, pero Irie lograba imponerse a
nado. Todo parecía seguir el plan previsto. Todo, excepto los últimos cincuenta
metros. Ahí Lochte empezó a acusar la fatiga y a desfondarse poco a poco. Además,
ya no sólo era Irie el que le perseguía, su compatriota Clary venía desde atrás
como un relámpago. Ryan no supo aguantar su ventaja y sucumbió. Tuvo el oro
durante toda la prueba, pero le fallaron las fuerzas y la mente en el momento
más importante de la carrera. Fue bronce, por detrás de un Clary que batió el
récord olímpico con 1:53.41, y de Irie. Lochte no se lo podía creer, había
cedido su prueba predilecta. Pero su pesadilla acababa de comenzar.
Como
buen profesional, salió de nuevo a la piscina únicamente centrado en la prueba
que se le avecinaba. Trató de dejar atrás todo lo ocurrido anteriormente. Pero
claro, Ryan es humano, y su moral en ese momento estaba por los suelos. No sólo
acababa de quedar tercero en su prueba estrella, sino que ahora tendría que
hacer frente, nada más y nada menos, que a Michael Phelps. Era su última
oportunidad para destronar al rey. En cambio, Michael salió tranquilo,
conocedor de la situación. Sabía que no sería fácil, que Lochte en ese instante
era un león herido, pero que las heridas eran demasiado profundas. Partía con
ventaja en la final, pero tendría que dar el cien por cien para colgarse la
medalla.
La
carrera inició según lo previsto: Phelps se colocó pronto en primer lugar para
intentar sacar ventaja en la mariposa mientras Lochte le seguía a una distancia
prudente para buscar la posterior remontada. Hasta ahí todo normal. Lo extraño
comenzó tras el viraje, al comenzar los cincuenta metros de espalda. Ahí era
donde Lochte debía imponerse, en su especialidad. Y no sólo no lo hizo, sino
que fue Phelps el que amplió su ventaja con una posta memorable. Si Lochte no
podía contrarrestar al pletórico Phelps en espalda, la carrera parecía tener un
único dueño. Pero no fue hasta la braza cuando Michael dio la estocada de
muerte a su amigo Ryan. En su peor estilo, Phelps logró mantener a raya
a Lochte y llegar al viraje con una distancia ya insalvable. La posta de crol
fue un mero trámite solventado con éxito por el tiburón de Baltimore. Lo había
logrado, había hecho por fin el ansiado triplete, el primero de la historia,
con su vigésima medalla. Un nuevo récord tras una nueva exhibición para un
atleta irrepetible. Una pena que sólo nos queden dos finales para poder
disfrutar su potencia sin igual. Mientras tanto, Lochte seguía perdido dentro
de sí mismo. Miraba una y otra vez, atónito, al marcador. No sabía qué podía
haber pasado. Media hora antes había entrado a la piscina como el futuro rey de
los Juegos; ahora no tenía más que una medalla de plata y otra de bronce.
Cerraba una noche aciaga de la manera más triste posible. El tiburón se lo
había comido.
Aunque
Phelps fue el gran triunfador de la noche, también hubo una nadadora que, por
talento exhibido, merece compartir gloria con él. Hablamos de la también
estadounidense, Rebecca Soni una auténtica eminencia en braza. Buena muestra de
ello fue la exhibición que ofreció ayer en las aguas del Aquatics Center. La
lituana Meilutyte le arrebató el oro en la final de cien metros, pero esta vez
nada ni nadie podía pararla. Ni si quiera los cánones establecidos. Esta
nadadora entró ayer en la historia de la natación mundial como la mejor
bracista de la historia. No sólo no tuvo rival en la piscina, sino que logró lo
impensable: por primera vez en la historia, bajó de los 2:20.00, precisamente
el anterior récord mundial que ella misma había establecido en las semifinales.
Suzuki y la sensacional Efimova fueron unas dignas escuderas en el podio tras
un meritorio final en el que dejaron en cuarto lugar a la danesa Pedersen, pero
sin duda alguna, la estrella fue la incomparable Soni.
Estados
Unidos buscaba el póker de victorias. Contaba con una buena baza al final con ‘Missy’
Franklin en los 100 libres, la prueba reina. Pero no todo iba a ser victorias
americanas. Más que nada, porque esta prueba tiene una reina cuyo trono es indiscutible:
la holandesa Ranomi Kromowidjojo. Lo intentaron la bielorrusa Herasimenia y la
china Tang, pero al final volvió a aparecer la tulipana, con esa braza tan
característica como mortal. Se alzó con el oro; volvió a batir el récord
olímpico como ya hiciera en la semifinal, esta vez con 53.00. Y mientras Ranomi
volaba sobre la piscina, ‘Missy’ sufrió lo indecible para terminar con un
mediocre quinto puesto. No hubo póker, pero USA debe estar más que satisfecho
con sus nadadores.
PabloG.
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