En
Madrid hay una luz que brilla más que ninguna: es el faro de Luka Modric, que
guía al Real Madrid en cada partido que juega de blanco. El croata es un
mediapunta enorme escondido en el cuerpo de un mediocentro delgadito y ve el
fútbol como nadie en la capital de España.
La
Premier cambia la vida de los futbolistas. Cristiano Ronaldo llegó siendo un
habilidoso extremo y salió como un feroz depredador del área. Gerard Piqué era
un central blandito en defensa y terminó siendo uno de los mejores del mundo en
su posición. Y Luka Modric llegó a Londres como uno de los mediapuntas más
brillantes que han dado los Balcanes y acabó transformado en un centrocampista
finísimo. Ganó en rigor táctico, en precisión y criterio a la hora de pasar, y,
sobre todo, en fútbol.
Desde
el día de su debut se le vio que no era como el resto. Su apariencia era
delicada y frágil, pero su alma era de campeón. Sus cesiones al Zrinjski de
Mostar y al Inter Zapresic son muy recordadas en el mundo indie –en especial la primera, en la que fue nombrado MVP de la
liga bosnia en su primera temporada en la élite–, pero realmente fueron las que
le hicieron futbolista. Modric ganó en coraje y lucha en las duras ligas
exyugoslavas para consolidarse en el Dinamo de Zagreb, su club de origen.
Cuatro temporadas y un nivel espectacular, sobre todo en la última, bastaron
para que Juande Ramos se lo llevara al Tottenham. Tan sólo una temporada antes
ya estuvo a punta de reclutarlo para el Sevilla.
En
Londres, Modric mutó. Y no precisamente a las órdenes de Juande, cuya experiencia
en la Premier fue infausta. Fue Harry Redknapp el que le sacó todo el jugo. Lo
colocó en la base de la jugada para paliar las necesidades creativas del
Tottenham y le dio el peso del equipo. Se encontró con un mediocentro soberbio,
capaz de darle al alocado ritmo del fútbol inglés la pausa necesaria para que
los spurs se impusieran por calidad.
Más
que en uno de los mejores mediocentros del mundo, Luka Modric se transformó en
un pintor. Pintaba unos paisajes futbolísticos preciosos en los que
predominaban el color verde de la hierba y el blanco del balón. Dibujaba
figuras llenas de expresividad y movimiento rematadas con unas pinceladas
preciosas que nacían de su potente y sutil bota derecha. El destino era siempre
la portería rival.
Chelsea
y Real Madrid se enamoraron de él y finalmente aterrizó en la capital de
España. Le llegaba la hora de pintar para la corte. Al público español le costó
comprender su arte pero poco a poco se lo fue metiendo en el bolsillo. Old
Trafford marcó el punto de inflexión. Y es que Luka Modric es un futbolista
diferente al resto. Técnicamente es un prodigio y tácticamente es casi
impecable. Puede descolgarse a la frontal y dar el primer pase de la jugada
arrancando por delante de los centrales. Es capaz de montar el contragolpe en
un pispás y de masticar la jugada con paciencia como es preciso. Todo ello con
una finura impresionante. Ahora está en su salsa: la liga española favorece a
los futbolistas de su talento. Y además tiene el plus de haber aprendido de la
agresividad yugoslava y del ritmo inglés. El cóctel es inmejorable.
Su
misión ahora es conducir a un Real Madrid que se atasca por momentos con el
balón en los pies. No le pesan los galones; sabe que triunfará en su misión
como capitán general del ejército de Carlo Ancelotti. Es el faro merengue y a
medida que pasen los partidos brillará aún con más fuerza. El fútbol lo
idolatra porque él lo trata de maravilla.
PabloG.
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