Por
primera vez en lo que va de Champions, previa incluida, perdió el Málaga. Lo
hizo en un partido raro, el peor de la temporada con diferencia. No conviene
sacar demasiadas conclusiones. No sería justo. El Oporto realizó un despliegue
físico y táctico brutal adornado con sutiles pinceladas de calidad técnica para
dejar al Málaga a cero. A cero goles, disparos y posesión. No fue el Málaga.
Por demérito propio y por mérito del rival. Acorralado, el equipo de Pellegrini
sólo pudo dejar el tiempo correr. Los tres mil seguidores desplazados a Do
Dragão miraban atónitos. Animaban, pero no estaban muy seguros de si ése era el
equipo al que habían ido a ver. La camiseta pistacho, la falta de entrega y una
imposibilidad absoluta a la hora de enlazar tres pases seguidos les hacían
dudar, y con razón.
Vítor
Pereira supo perfectamente como anular a su rival: con el balón en los pies
bailó alegre y veloz el Oporto. Nada nuevo bajo el sol, por otra parte, aunque
con matices. Éste es el estilo del sólido bloque portugués, pero el inmenso
desequilibrio que se pudo apreciar entre los dos equipos no existe, fue
artificial y circunstancial. El Oporto es uno de los mejores equipos de Europa,
ese eterno tapado que sin hacer demasiado ruido siempre anda por ahí en las
últimas rondas de los mejores campeonatos europeos, el gran dominador de
Portugal; pero ayudó bastante al recital que se vio que los Joaquín, Isco,
Baptista, Santa Cruz, los líderes del Málaga en definitiva, se borraran casi
totalmente del encuentro. No hubo actitud, no hubo empeño. Tan sólo las
entradas de Portillo y Lucas Piazon en los minutos finales dieron algo de
sentido al juego, pero era demasiado tarde. El Málaga ya había naufragado a
orillas del Duero.
Cuatro
pilares básicos hicieron del Oporto el dueño y señor del encuentro: el desorden
de Alex Sandro, el control y la presión de Fernando, el poderío de Jackson
Martínez y, por encima de todo, el inigualable talento de João Moutinho. El
portugués, esa rencarnación laboriosa del mejor Deco, trazó con sumo cuidado y
una precisión milimétrica cada movimiento de su equipo. Siempre acertó,
encontrando la mejor opción para hacer que la máquina no se atascara, que los
engranajes siguieran girando para controlar a cada minuto un poco más la
eliminatoria. Su partido, manual en mano, fue perfecto. Hasta se atrevió a
llegar con soltura a portería, algo bastante habitual en él pero llevado al
extremo en esta ocasión. De hecho, en una de estas llegadas vino el gol que
provoca que La Rosaleda tenga que ser un fortín en la vuelta. La filtró Alex
Sandro después de una gran arrancada para que Moutinho la empujara. Al cándido
juez de línea le pasó inadvertido que se hallaba algunos pasos por delante del
último defensor malaguista, por lo que el gol subió al marcador. No existen las
excusas: el Oporto llegó mucho –sin acierto, todo hay que decirlo– y Jackson
Martínez ganó la partida más de una vez a los centrales. El resultado, si fue
injusto, lo fue por escaso. Eso no quita que el fuera de juego no duela.
Pero,
¿quién no va estar ilusionado después de lo visto en Do Dragão? En el peor
partido del Málaga, el Oporto fue incapaz de transformar su superioridad en una
goleada histórica. Si no lo hizo fue porque la defensa costasoleña estuvo de
diez, bregando una y otra vez con cualquier jugador blanquiazul que se
atreviera a incomodar a Caballero. Demichelis y Weligton se las vieron y se las
desearon con Martínez, pero lo cierto es que el colombiano no acertó a rematar
ni una sola vez a puerta. También brilló Antunes, sereno y cada vez más
asentado en el lateral izquierdo desde el que se encarga de cubrir todos los
huecos creados por el centro. Fue el faro de la defensa, la pieza fundamental
sobre la que el Málaga cimenta sus esperanzas de remontada. Pero para eso no se
puede volver a fallar, el partido de Oporto debe ser un simple traspié. El
Málaga tiene que volver a ser el Málaga. Ahora, queda por delante un mes entero
de reflexión. El sueño debe continuar. Debe hacerlo.
PabloG.
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