Jürgen
Klopp es un entrenador enérgico, expresivo e histriónico. Es un torbellino
incontrolable en sus ruedas de prensa. Nunca pretende entrar en polémicas –de hecho,
la única que recuerdo fue la que protagonizó después de la eliminatoria con el
Málaga– pero siempre logra dar titulares, soltar algunos comentarios ingeniosos
y, sobre todo, quitar presión a su equipo. Digamos que no es un entrenador al
uso. Pero detrás de esta imagen que todo el mundo tiene de él ahora que ha
alcanzado el punto más alto hasta el momento de su carrera, una imagen que él
se ha ganado a pulso por otra parte, se esconde mucho más: Jürgen Klopp dice
mucho más cuando calla que cuando habla. Cuando sus futbolistas se enfundan la
camiseta amarilla es cuando realmente Klopp demuestra quién es, qué quiere y
cómo lo quiere. Es un genio, de eso no hay duda, pero su talento reside en su
silencio.
No
todo fueron éxitos siempre para el técnico nacido en Stuttgart. Al final de la
temporada 2006/07, el Mainz, el equipo al que dirigía y con el que lo había
dado todo como jugador, descendió a la 2.Bundesliga. Bajaba el equipo de su
vida. Quizá esa forma de conocer la derrota terminó de forjar definitivamente
un carácter que ya exhibía cuando vestía de corto. Su equipo, cimentado en los
principios futbolísticos que hoy asombran al mundo en su BVB, fue incapaz de
mantener la categoría, pero ni siquiera eso le hizo cambiar de idea: al
espectador hay que darle espectáculo porque para eso paga la entrada. Él lo
define a su manera: “Preferíamos dar cinco
veces en el larguero que quedarnos cuatro veces sin tirar a la portería. Mejor
perder.”
Mejor perder que
fallar a nuestros principios, mejor morir que vivir sin alegría. Una alegría
que nadie les podrá arrebatar jamás porque no depende de algo tangible, sino de
una idea que perdura más allá de quién sea el jugador que la ejecute y el
entrenador que la plantee. Esa ha sido la auténtica victoria de Jürgen Klopp en
el banquillo y de Michael Zorc en la dirección deportiva. Se fue Sahin, el mejor
jugador de la Bundesliga en la temporada 2010/11, y el equipo no sólo revalidó
la liga sino que se coronó campeón de copa; se fue Kagawa, futbolista más
destacado del Dortmund del doblete, y el equipo se ha plantado en la final de
la Champions. Se irán Götze y Lewandowski y el equipo seguirá arriba, en la
élite. “El dinero podrá comprar los goles, pero no los corazones” dijo un borusser justo después de enterarse de
que el Bayern ejecutaría la cláusula del jugador franquicia de su equipo.
Sabiéndolo o sin saberlo, soltó por su boca la filosofía que Jürgen Klopp lleva
inculcando a la ciudad, en el campo y en los micrófonos, desde su llegada en 2008. Corazón, unidad, implicación.
El camino más recto hacia la victoria nace en los sentimientos. “100.000 freunde, ein verein” que reza
su himno (“100.000 amigos, un equipo”).
En el campo, 11 amigos y un único objetivo: ganar divirtiéndose.
Esta
noche, cuando el balón eche a rodar a eso de las 20.45 con el rebosante estadio
de Wembley como ruidoso testigo, podremos juzgar si Jürgen Klopp ha hecho o no
buen uso del silencio más importante de su vida. Hoy tiene una dificultad añadida:
Götze no podrá jugar por lesión. Deberá percutir con Reus por el centro,
trabajar duramente a los laterales muniqueses con Grosskreutz y Blaszczykowski
y crear, sobre todo crear, con el talento de Gündogan. Deberá ganar
tácticamente para que sus futbolistas se sientan cómodos sobre el césped.
Deberá, en definitiva, hacer lo que viene haciendo hasta ahora en la máxima
competición europea. Se saben inferiores a su poderoso rival y quieren sacar
partido de ello. Es la fuerza de la amistad contra el poder de los millones. Es
el camino más bonito para hacer realidad el cuento de hadas del Dortmund. Y
Klopp tiene la clave: sólo tiene que ser Klopp.
PabloG.
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