miércoles, 27 de febrero de 2013

Regreso al pasado


El Real Madrid superó al Barcelona con la facilidad con la que el conductor de un Ferrari adelanta a un ciclista. Lo hizo con un partido pragmático, eficaz y simple, simple hasta la exageración. Los hombres de Mourinho se limitaron a llevar a cabo dos sencillas tareas: una presión constante y una rápida salida a la contra. Así lograron dos goles y finiquitaron el partido más cómodo que se recuerda de los merengues en el Camp Nou. Mientras, el Barça permanecía inmerso en la pesadilla de Milán. Ni incomodó al Madrid, ni fue capaz de evitar las sangrías que provocaban cada arrancada de Cristiano Ronaldo, el héroe del partido. El gol de Jordi Alba fue un fantástico prólogo del partido, de lo que pudo ser y no fue. El Barça fue barrido del césped del Camp Nou.


Es difícil utilizar más en vano el nombre del fútbol que como se hizo en este partido. El nombre del fútbol moderno, tal cual se entiende hoy en día, claro. En un tiempo en el que abundan los esquemas complejos, las jugadas enrevesadas, el falso nueve y excentricidades por el estilo, la simpleza se impuso en el partido menos sospechado. Los máximos exponentes de este fútbol sorprendieron al mundo y, en cierta medida, a sí mismos. Messi vivió los noventa minutos agobiado. Por la tela de araña que Mourinho tejió entorno a él, con no menos de tres hombres a su alrededor en cada recepción de balón, y por la idea de querer ganar el partido por sí mismo. Se le olvidó un concepto fundamental de su filosofía: si Messi es el mejor del mundo es porque sus compañeros lo hacen posible. Enfrascado en la eterna de pelea de Leo contra el mundo, Messi se perdió y el Barça perdió el Norte. Para ello fue fundamental Khedira, colosal en las ayudas, y Alonso. Precisamente del tolosarra emanó todo el potencial del Madrid en el Camp Nou: recuperación y envío en largo a la carrera del hombre más adelantado, preferiblemente Ronaldo. Así llegó el penalti que propició el primer gol. Pero cuando Khedira jugó a ser Alonso también salió bien. Con menos elegancia, un pelotazo suyo provocó un sprint y un quiebro memorables de Di María que regalaron el doblete a Cristiano.


Pero la presión de Mourinho, aunque lo pareció, no fue perfecta. “Olvidó” zonas que en otro momento le hubieran costado el partido y la goleada. El Madrid trabajó para no dejar al Barcelona jugar por el centro, obviando las bandas y dejando claros los uno contra uno con sus laterales. Sin embargo, sabía lo que hacía. Este Barça sólo es cruyffista en la esencia, en la abstracta idea básica de la rápida circulación del balón y el intercambio posicional. Ni siquiera cuando más lo necesitó fue capaz de arriesgar, de volver al pasado, a su pasado como sí hizo el Madrid. Incapaz de contener al rival ni a través de la posesión ni a la carrera, incapaz de infligirle el más mínimo daño con el balón en los pies, era la hora de arriesgar, de pegar a los extremos a la raya, de jugarse la eliminatoria a una carta. Pero no lo hizo. El cambio de Cesc por Villa fue el más claro ejemplo de que el partido se iba a pique, de que el Barcelona no pasaría de ronda. En lugar de abrir la banda, Jordi Roura la cerró un poco más introduciendo a un delantero centro. Mientras, en el banquillo Tello y en el campo Iniesta, se desesperaban. Ni un uno contra uno, ni un desmarque de ruptura; todo al centro, al corazón de la maraña blanca. Todo a Messi para que luchara contra los molinos de viento.

El gol de Varane fue justo con los dos equipos. Trasladó la superioridad vista en el campo al marcador, para que quede constancia en la historia del baño de fútbol que recibió el Barcelona en su campo a manos del Real Madrid. Porque aunque simple y rudimentario, el partido de los merengues fue agradable y emocionante. En cada carrera, el Madrid ponía el alma. Es el único equipo del mundo capaz de realizar este estilo de juego: sólo Cristiano Ronaldo es capaz de transformar lo pretérito en contemporáneo. Sólo él es capaz de darle al desaliñado y empequeñecido Madrid de Mourinho la brillantez de los grandes equipos. El madridismo le debe mucho a Cristiano, el mejor futbolista del mundo en estos momentos. Por lo pronto una final de Copa. Aunque para que esta haya llegado, hayan tenido que regresar sesenta años al pasado.

PabloG.

domingo, 24 de febrero de 2013

El más alto vuelo del cisne: El Swansea es campeón


Se ha cerrado el círculo. El Swansea se ha convertido en el primer club galés en proclamarse campeón de la Copa de la Liga inglesa y el año que viene paseará orgulloso su escudo por Europa. Lo hizo con justicia, en un partido que dominó de principio a fin y en el que el histórico marcador de cero a cinco pareció demasiado corto. Lo hizo frente al Bradford, ese meritorio equipo de la cuarta división inglesa que eliminó al Arsenal y al Aston Villa, y que sueña con algún día ser como el Swansea. Porque, aunque parezca increíble, inimaginable hace unos años, los galeses eran hoy el equipo grande. ¿Qué sentirían Britton, Williams, Rangel y Monk ante esta situación? ¿Qué se les pasaría por la cabeza a estos cuatro jugadores que han vivido día a día la gloriosa y hermosísima historia de este equipo, desde el inframundo hasta la gloria?



Algo hacía presagiar que esto sucedería tarde o temprano. Ese precioso estadio situado en el Sur de Gales estaba destinado a albergar los más importantes partidos. Incluso en aquellos días en los que el Swansea se arrastraba por la League Two y todo parecía estar abocado al fracaso. Pero una idea, una apuesta, revolucionó al Swansea, a Gales, al Reino Unido y al mundo del fútbol. Llegó Roberto Martínez y con él la alegría. Implantó el juego de toque, el balón raso y la paciencia para alcanzar los objetivos, que se fueron sucediendo a un ritmo inverosímil. Después, Paulo Sousa dio continuidad al proyecto, Brendan Rodgers lo perfeccionó y Laudrup le dio una dimensión diferente: lo transformó en una referencia a nivel británico.


Cuando uno echa la vista atrás y piensa en el equipo de Martínez se da cuenta de que, a pesar de que la idea es la misma, nada ha vuelto ni volverá a ser lo mismo. Dos hombres simbolizan la transformación de los cisnes: Jason Scotland y Michu. El Swansea ha pasado de contar con un delantero fuerte, poderoso y arrollador a la sutileza del falso nueve. Michu se asocia como un centrocampista más, abre espacios como un segundo delantero y define como un ariete puro. Es el alma del equipo; espigado, preciosista y majestuoso como un cisne. Es el sello de identidad del equipo, el factor que marca la diferencia. Hoy no sólo marcó un gol, dio una lección acerca de cómo jugar en esa posición. El primero llegó gracias a un potente disparo suyo de cuyo rechace se aprovechó Dyer;  el cuarto vino tras un preciso pase interior que dejó solo a De Guzmán y que obligó al portero Duke a arrollar al holandés. Pero donde realmente se vio la importancia de Michu fue en el tercer gol. Dos movimientos, tan sólo abrir las piernas para dejar pasar el balón y un pequeño saltito para que éste volviera a Dyer, hicieron que el Swansea decidiera el partido. No se apreció a simple vista, pero sus amagos descolocaron a la defensa y sirvieron el gol en bandeja a su compañero. Se siente el líder, por eso se puede permitir la licencia de calmar a Dyer en su enfado por no tirar el penalti que le hubiera regalado el hat-trick. “Tranquilízate, el equipo está por encima de los logros individuales”, pareció decirle acertadamente. Michu no quiere que Swansea se le quede pequeño, quiere hacerlo grande con su esfuerzo y sacrificio.

La final fue una fiesta. Por primera vez en la historia, el fútbol cupo dentro de las cuatro gradas que delimitan el mítico estadio de Wembley. En ese espacio se concentró toda la alegría de dos pueblos, la ilusión de dos aficiones y la simpatía del mundo entero, que observaba atónito como la humildad peleaba por la gloria. El obrero ya tumbó al burgués, ¿qué más daba quién fuera el campeón ahora? Ese fue el ideal del Bradford y de su gente. No pudieron ni tan siquiera inquietar al Swansea en el verde, pero sus banderas no cesaron de agitarse en la grada. Fue increíble. ¿Quién dijo que en el fútbol sólo puede haber un vencedor? Esta tarde ha quedado bien patente que no sólo gana el que mete más goles, sino el que más emociones le aporta al juego. Es un triunfo simbólico, pero a la larga mucho más importante. El Bradford, a pesar de la derrota, ha pasado a la historia para siempre. En el año de su centenario, el Swansea se llevó la copa en una fiesta que se recordará los próximos cien años.


PabloG.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Ilusionante desilusión


Por primera vez en lo que va de Champions, previa incluida, perdió el Málaga. Lo hizo en un partido raro, el peor de la temporada con diferencia. No conviene sacar demasiadas conclusiones. No sería justo. El Oporto realizó un despliegue físico y táctico brutal adornado con sutiles pinceladas de calidad técnica para dejar al Málaga a cero. A cero goles, disparos y posesión. No fue el Málaga. Por demérito propio y por mérito del rival. Acorralado, el equipo de Pellegrini sólo pudo dejar el tiempo correr. Los tres mil seguidores desplazados a Do Dragão miraban atónitos. Animaban, pero no estaban muy seguros de si ése era el equipo al que habían ido a ver. La camiseta pistacho, la falta de entrega y una imposibilidad absoluta a la hora de enlazar tres pases seguidos les hacían dudar, y con razón.


Vítor Pereira supo perfectamente como anular a su rival: con el balón en los pies bailó alegre y veloz el Oporto. Nada nuevo bajo el sol, por otra parte, aunque con matices. Éste es el estilo del sólido bloque portugués, pero el inmenso desequilibrio que se pudo apreciar entre los dos equipos no existe, fue artificial y circunstancial. El Oporto es uno de los mejores equipos de Europa, ese eterno tapado que sin hacer demasiado ruido siempre anda por ahí en las últimas rondas de los mejores campeonatos europeos, el gran dominador de Portugal; pero ayudó bastante al recital que se vio que los Joaquín, Isco, Baptista, Santa Cruz, los líderes del Málaga en definitiva, se borraran casi totalmente del encuentro. No hubo actitud, no hubo empeño. Tan sólo las entradas de Portillo y Lucas Piazon en los minutos finales dieron algo de sentido al juego, pero era demasiado tarde. El Málaga ya había naufragado a orillas del Duero.

Cuatro pilares básicos hicieron del Oporto el dueño y señor del encuentro: el desorden de Alex Sandro, el control y la presión de Fernando, el poderío de Jackson Martínez y, por encima de todo, el inigualable talento de João Moutinho. El portugués, esa rencarnación laboriosa del mejor Deco, trazó con sumo cuidado y una precisión milimétrica cada movimiento de su equipo. Siempre acertó, encontrando la mejor opción para hacer que la máquina no se atascara, que los engranajes siguieran girando para controlar a cada minuto un poco más la eliminatoria. Su partido, manual en mano, fue perfecto. Hasta se atrevió a llegar con soltura a portería, algo bastante habitual en él pero llevado al extremo en esta ocasión. De hecho, en una de estas llegadas vino el gol que provoca que La Rosaleda tenga que ser un fortín en la vuelta. La filtró Alex Sandro después de una gran arrancada para que Moutinho la empujara. Al cándido juez de línea le pasó inadvertido que se hallaba algunos pasos por delante del último defensor malaguista, por lo que el gol subió al marcador. No existen las excusas: el Oporto llegó mucho –sin acierto, todo hay que decirlo– y Jackson Martínez ganó la partida más de una vez a los centrales. El resultado, si fue injusto, lo fue por escaso. Eso no quita que el fuera de juego no duela.

Pero, ¿quién no va estar ilusionado después de lo visto en Do Dragão? En el peor partido del Málaga, el Oporto fue incapaz de transformar su superioridad en una goleada histórica. Si no lo hizo fue porque la defensa costasoleña estuvo de diez, bregando una y otra vez con cualquier jugador blanquiazul que se atreviera a incomodar a Caballero. Demichelis y Weligton se las vieron y se las desearon con Martínez, pero lo cierto es que el colombiano no acertó a rematar ni una sola vez a puerta. También brilló Antunes, sereno y cada vez más asentado en el lateral izquierdo desde el que se encarga de cubrir todos los huecos creados por el centro. Fue el faro de la defensa, la pieza fundamental sobre la que el Málaga cimenta sus esperanzas de remontada. Pero para eso no se puede volver a fallar, el partido de Oporto debe ser un simple traspié. El Málaga tiene que volver a ser el Málaga. Ahora, queda por delante un mes entero de reflexión. El sueño debe continuar. Debe hacerlo.

PabloG.

martes, 19 de febrero de 2013

La venganza de Oporto


Serena, tranquila; suavemente atravesada por las dulces aguas del Duero, que pasa por debajo de todos y cada uno de los numerosos puentes que intercomunican la ciudad. Así yace Oporto, la tierra prometida a la que el Málaga regresará en busca de su sueño. La hará tres mil seiscientos veinticuatro días después de su última visita, de su única visita en competición continental. La más amarga de su historia. Aquel día, un 20 de marzo de 2003, el equipo dirigido por el mítico Joaquín Peiró llegó a Portugal con ansias de reconquista y con el que probablemente fuera el mejor plantel de la historia del club. El ‘13’ de Contreras defendía de la meta malaguista, el ‘5’ de Roteta comandaba con brío la defensa y los números ‘9’ y ‘7’ de Darío Silva y Dely Valdés respectivamente vivían sólo para el gol. Similitudes no faltan; ganas de superar la gesta de aquel equipo, tampoco.


A pesar de todo, será la primera vez que se enfrenten Málaga y Oporto. En su anterior visita a la segunda ciudad más importante de Portugal, los de la Costa del Sol tuvieron que verse las caras contra el Boavista, subcampeón de liga en aquellos momentos y que contaba en sus filas con jugadores de la talla del portero Eduardo. El Málaga dominó la eliminatoria en todo momento, y un gol de Dely Valdés en el partido de ida invitaba al optimismo; un optimismo que fue en aumento a medida que iban pasando los minutos. Pero entonces, a falta de cinco minutos para el final del partido, llegó el gol de Luiz Cláudio que terminaría desembocando en una intensa prórroga. El Málaga, la ciudad, los aficionados, sabían que ésa sería su última oportunidad de encaramarse a la élite del fútbol. También Leko estaba al tanto, pero eso no impidió que su decisivo disparo desde los once metros se marchara por encima del larguero. Ese balón, que no entró en la portería, atravesó como un fino puñal el alma del fútbol malagueño, del fútbol andaluz. El premio hubiera sido grande: una semifinal frente al Celtic, la llave de acceso hacia la deseada final de Sevilla. ¿Quién esperaba allí? El Oporto. El de Deco; el de Mourinho.

Oporto, aunque nunca nadie se dio cuenta hasta ese 20 de marzo de 2003, siempre estuvo dentro del Málaga. En el núcleo, en lo más profundo de su corazón y de su alma. Oporto, la blanquiazul, es el principio y el fin de todas las cosas. Esta noche, cuando el balón eche a rodar a eso de las 20:45, determinará definitivamente su rol: debe decidir si es el punto de partida de la aventura más fantástica jamás vivida o el fin del trayecto de un sueño llamado a endulzar la vida de todos los malaguistas pero que poco a poco se está volviendo más y más agrio. Como aquella vez que el Málaga firmó su capitulación a orillas del Duero, ésta se presume la última oportunidad de seguir perteneciendo a la nobleza del fútbol mundial. Se empeñan Platini y sus camaradas, se empeña el jeque y se empeñan todos y cada uno de los clubes que pertenecen a ese selecto grupo. Nadie se lo está poniendo fácil a este equipo que cada día demuestra sobre el césped el porqué de su presencia en el campeonato de campeonatos. Tampoco lo harán hoy los hombres de Vítor Pereira, que no llegó a futbolista profesional, con el sensacional Moutinho a la cabeza, el Deco de su generación. Le acompañarán el voraz Jackson Martínez y el talentoso James Rodríguez, finalmente recuperado para el duelo de duelos.

Hoy volverán los recuerdos –los amargos, pero también los dulces–, los fantasmas y las musas de aquel 20 de marzo, de aquella Copa de la UEFA que pudo ser y no fue; de aquel proyecto increíble que, realizado a base de esfuerzo, sorprendió a propios y extraños para entrar en el olimpo del fútbol malagueño, andaluz y español; de aquella última oportunidad perdida de consolidación. Pero el presente nos demuestra que los hombres de Pellegrini hace mucho que dejaron atrás a los de Peiró y que aquella última oportunidad no fue tal. El tiempo de Contreras, Roteta, Darío Silva y Dely Valdés ya pasó. Ahora es el de Caballero, Demichelis, Saviola y Joaquín. Y de Baptista, Jesús Gámez, Weligton y Toulalan. Es el tiempo de Isco. Nunca podré olvidar aquel 20 de marzo de 2003. Esperemos que este 19 de febrero de 2013 sea inolvidable.


PabloG.

domingo, 17 de febrero de 2013

Caballero y Portillo marcan la diferencia


En ocasiones, un pequeño detalle es capaz de decidir una batalla de noventa minutos en la que no se puede apreciar un claro vencedor. Esa es la magia del fútbol, deporte rebosante de emociones. Sin embargo, esto no ocurre siempre. Otras veces existen diferencias insalvables entre uno y otro equipo. Un primer tiempo sublime y un gran portero en estado de gracia sirven para finiquitar a cualquiera; más si cabe a un Athletic que, aunque mostró una inmensa mejoría en la segunda mitad, sigue sin encontrar aquella senda gloriosa que hace un año le condujo a disputar de manera brillante dos finales.


Dos protagonistas, acompañados en todo momento por la que se presume la gran estrella del futuro, hicieron que el partido tuviera dos actos bien diferenciados. Cuando apareció el primero no hizo falta que asomara el otro; en cambio, cuando el segundo más lucía, más se echaba en falta al primero. La primera mitad de Portillo fue como un sueño hecho realidad. En un Málaga algo cambiado debido a lo cercana en el tiempo que se halla la gran final de Oporto, el paleño fue capaz de brillar por encima del resto. Ni siquiera Isco, siempre estupendo, fue capaz de hacerle sombra. Acaparó el balón y distribuyó como si llevara toda la vida jugando en la medular, alzando su voz para decir que está aquí y para muchos años; que poco importa quién salga o quién entre, él es capaz de hacer a jugar al equipo de la mejor manera posible. Claro, con el césped en un gran estado, todo es mucho más fácil.

Pero si Portillo estuvo excelente, el que más sorprendió fue Piazon. El talento brasileño, el hambre de la juventud y la suavidad en el toque que es sello de identidad de este equipo hacían presagiar que el Málaga había firmado una perla. Destacó cada vez que tuvo ocasión con la canarinha y con los reservas del Chelsea e incluso con el primer equipo, pero su actuación de ayer fue quizá la más completa que se le recuerda si tenemos en cuenta que tiene sólo diecinueve años. Piazon, arropado en todo momento por el espectacular físico de Baptista, que está de vuelta, y la potencia de Antunes, que acaba de llegar para quedarse, fue un tornado por la izquierda. Se encargó de proponerle a Iraola una partida difícil de ganar, sobre todo a los diecisiete minutos, cuando un recorte dejó al brasileño con todo a favor para ponerle en bandeja el gol a Saviola. Pero lo mejor de la actuación de Lucas fue su implicación. Se desvivió en ataque y se vació en defensa, sorprendiendo a propios y extraños. Sin duda, fue el elemento de cohesión entre los dos actos del encuentro.


Porque en la segunda parte, el león volvió a rugir. Quizá con menos fiereza que antes, pero con la misma ambición. Cuando De Marcos comenzó a carburar, cuando el empuje de Susaeta se hizo patente, el Athletic despertó y el dominio quedó en igualdad. Pero en esos momentos en los que el Málaga más bajó su nivel, apareció el gran héroe de la tarde: Willy Caballero. Si Sabella no quiere ver que es el mejor portero, no sólo de Argentina, sino de la Liga BBVA actualmente, allá él. El caso es que los de Bielsa no lo olvidarán tan fácilmente. Ya dejó un aperitivo sensacional en el primer tiempo con una doble parada imposible a Ibai y Aduriz. Lo de la segunda parte fue diferente, aunque igual de espectacular. Si el Málaga pudo hacerse con los tres puntos fue por su soberbia actuación. Las paró de todos los colores: de falta, a bocajarro, de manera sobria y espectacular. Cuando más apretó el Athletic, con Aduriz y Llorente en el campo, más lució Caballero. Tanto, que en unos últimos minutos de infarto, lanzó una contra que el recién ingresado Joaquín no culminó por un palmo. Ahora sólo falta que repita gesta en Portugal y deje la eliminatoria encarrilada. El sueño debe continuar.

PabloG.

lunes, 4 de febrero de 2013

Los Ravens de Flacco se llevan una genial Super Bowl


Y entonces, llegó la XLVII Super Bowl con un espectáculo sensacional. No, no me refiero a la actuación del descanso; hablo de deporte, de superación y de emociones por doquier. Toda la esencia del fútbol americano resumida en una noche mágica en la que todo pudo ocurrir. Baltimore y San Francisco se midieron en una batalla épica, probablemente la más emocionante de cuantas Super Bowls se han vivido en los últimos años. Muchos factores influyeron, pero tan sólo uno fue capaz de alzar a un equipo a la gloria: la determinación. Los Baltimore Ravens son los justos nuevos campeones de la NFL.


El aficionado que presenció únicamente la primera mitad del encuentro –no fueron pocos los que apagaron la tele– se habrá tirado de los pelos y rebuscado por mil y una páginas de Internet algún enlace que le permita disfrutar de esta apoteósica final. Todo parecía decidido al final de los primeros treinta minutos, cuando los Ravens se marcharon a la caseta con un sorprendente 6-21 gracias a la sublime actuación de Joe Flacco. El quarterback dio una auténtica lección de juego a base de teledirigidos pases que desactivaron por completo el sistema defensivo de los 49ers. Una y otra vez sacaban provecho de su quarterback los Ravens y una y otra vez los 49ers se daban de bruces contra la mejor defensa de la liga. El espectáculo, aparentemente, tocaba a su fin; el mítico Ray Lewis podría tener la despedida que merecía con su segundo anillo de campeón en la mano.

Tras la reanudación, un sensacional retorno de Jones, que culminó la jugada después de recorrer la friolera de ¡109 yardas!, la jugada más larga de la historia de la Super Bowl –posteriormente rectificada a 108 con la consiguiente pérdida del récord– se encargó de reflejar la diferencia entre uno y otro equipo. A simple vista, parecía imposible que los 49ers pudieran remontar. Sólo un milagro sería capaz de transformar esta humillación en un partido digno del mayor espectáculo deportivo del año. Pero el milagro ocurrió. Poco después del éxtasis que provocó el touchdown de Jones, un apagón dejó en la penumbra a la mitad del estadio durante treinta y seis minutos. Los Ravens, que ya habían puesto la velocidad de crucero, vieron como sus piernas se enfriaban durante el parón. Únicamente ellos podían ser los perjudicados.

Con el regreso de la iluminación, hizo acto de presencia por primera vez en el partido la igualdad, personificada en el quarterback del equipo de San Francisco, Colin Kaepernick. El jugador de segundo año brilló como un astro y consiguió aglutinar a todos sus compañeros para que giraran alrededor de su talento. Pronto se esfumaron los fantasmas de sus dos pases interceptados en la primera mitad. Ahora era su momento, si quería ganar la Super Bowl no podía desaprovecharlo. Dicho y hecho; en diez minutos, un parcial de 17-0 puso el encuentro patas arriba para configurar un marcador de 23-28. El cénit de los 49ers llegó tras una fantástica carrera de Kaepernick que decidió jugársela por su cuenta al no encontrar ningún pase claro. Touchdown y oportunidad para empatar el partido con una jugada de dos puntos. 29-31.


El partido de los 49ers en la segunda mitad bordeó la excelencia. Pocos equipos de la liga pueden presumir de poseer una capacidad de reacción tan asombrosa como la de los hombres de Jim Harbaugh. Hay que tener en cuenta que la mayor remontada en la historia de la Super Bowl está cifrada en diez puntos. Pero la épica finalmente resultó inalcanzable. Falló Kaepernick en la extraña ejecución de la jugada extra en la que los 49ers no chutaron el balón. En el último minuto el asedio fue increíble con cuatro downs a poco más de tres yardas de la zona de anotación. En el último, Kaepernick lanzó, pero Crabtree no fue capaz de realizar correctamente la recepción. Jim Harbaugh reclamó un holding por parte de Jimmy Smith, pero los árbitros no le hicieron caso. A los 49ers los abandonó la fortuna. A falta de pocos segundos para el final del partido y con 29-34 en el marcador, el balón era de nuevo para los Ravens.

Los chicos de John Harbaugh se dejaron anotar dos puntos después de un safety, pero lograron que el tiempo corriera hasta que sólo quedaran cuatro segundos. Sólo habría tiempo para un épico return de los 49ers que finalmente no se produjo. El mayor de los Harbaugh venció a su hermano menor para llevar de nuevo a los Ravens a la gloria y otorgar a Ray Lewis el mejor adiós posible. No fue posible que los 49ers, que perdieron su invicto en las Super Bowls, alcanzaran los seis títulos de Pittsburgh por culpa de una horrenda primera parte. Ni siquiera el talento de Kaepernick fue bastante. Mientras tanto, Joe Flacco, el MVP del partido a pesar de su deshinchada segunda mitad, sostenía bien alto el trofeo Vince Lombardi que los acredita como campeones de la NFL. Este deporte es fascinante.


PabloG.